miércoles, 1 de noviembre de 2023

El dinar de Benínar

Hubo un tiempo en el que los habitantes de Benínar no hablaban nuestra lengua, se entendían en árabe andalusí, una mezcla de árabe bereber, latín y lenguas romances. Rezaban a un Dios llamado Alá y seguían los mandamientos de Mahoma, su profeta. Eran tiempos en los que las voces de los almuecines resonaban por los barrancos de la Alpujarra llamando a la oración cinco veces al día.

La Alpujarra era un lugar próspero, no por su agricultura o ganadería sino por la seda. Miles de moreras rodeaban con su verdor los blancos pueblos alpujarreños y miles de sus habitantes vivían por y para ellas, engordando con sus hojas a los gusanos e hilando los capullos que estos hacían. La fama de la calidad y belleza de sus telas surcó mares atrayendo comerciantes de lugares muy lejanos. Dicen que hasta el emperador de China envió espías para averiguar sus secretos. Bolsas repletas de dirhem y dinares tintineaban por los zocos de aquellos pueblos para comprarla.


Dinar de Almería. Época de los Almorávides. AH 521


El dírhem era la moneda de plata y el dinar de oro, usadas en la antigüedad en el mundo árabe y también en los reinos cristianos. Europa era deficitaria en metales preciosos por lo que para comerciar se usaba toda moneda de oro o plata, no importaba la procedencia, se tenía en cuenta su ley, su pureza. (Como anécdota señalar que las monedas de plata de Alfonso XII y XIII estuvieron en circulación hasta 1938, en 1940 se ordenó su entrega en el Banco de España y su cambio por billetes).

Los metales preciosos eran muy codiciados, eran la base del sistema monetario y necesarios para la actividad comercial. El comercio crea riqueza y prosperidad, el intercambio de productos e ideas convergen para el desarrollo de las civilizaciones. En el Reino de Granada se obtuvo plata de la mina de Castala en Berja y oro en los ríos Genil y Darro, metales que una vez fundidos se convertían en joyas y monedas.


Dirhem de Abderrahman III. AL-Andalus. AH 331.


En aquella época Benínar era un puñado de casas, alguien, tiempo ha, vio negocio en aquel cruce de caminos y construyó una fonda para que pudieran descansar los viajeros por un precio mucho menor al que cobraban en los pueblos de alrededor.

Poco a poco aquel lugar fue llenándose de casas. Las tierras que había en la orilla del río eran tan fértiles como las del Nilo, a su semejanza, cada vez que salía la Rambla de Turón las volvía a rellenar con otra capa de arena que hacía crecer el trigo hasta la altura de un niño de 12 años. Las cosechas eran tan generosas que se construyó un molino en su orilla.

Había una montaña enfrente de aquellas casas, con ladera de tierra y miraba al sur, así que la abancalaron y llamaron Mojolones por los mojones que delimitaban las propiedades. En las orillas de los bancales plantaron olivos y moreras, en el resto legumbres. Poco a poco aquel lugar fue ganando importancia, la producción excedente se vendía en los pueblos de alrededor. Con el tiempo se allanó un terreno al lado de las casas y se construyó una mezquita, orientada hacia la Meca como debe ser, pequeña, en proporción al número de habitantes y modesta porque los lugares sagrados no necesitan lujos. Debajo de ella, con los escombros se rellenó el terreno y se hizo una plaza con casi las mismas varas de largo que de ancho.

Nadie sabe por qué aquel lugar se le llamó Benínar y creo que nadie jamás lo sabrá. El nombre encierra una aureola de misterio, “Hijo o hija del fuego”, su significado es lo que le da ese morbo. Tampoco se sabe lo que significa la palabra Darrícal y a sus gentes les da igual, a veces es mejor no saberlo todo porque entonces seríamos sabios.




Esta historia comienza en el año 751 de la Hégira (aproximadamente el año 1340 de la era cristiana), Yunes Selam era un joven de once años, hijo del posadero, bueno, uno de sus once hijos, al que gustaba escaparse cuando todos trabajaban e ir al río. Le encantaba tirar piedras al agua, ver como salpicaba y escuchar el ruido que hacían al chocar unas con otras. Como en su casa ya sabían de esa afición y que era imposible quitársela, la madre le decía “ya que vas al río tráete un cántaro con agua”.

Un día al lanzar una piedra algo brilló en el agua, un fugaz destello de luz avivó la curiosidad del niño. Descalzo se metió en el río, se dirigió a un recodo lleno de fina arena, al acercarse otra vez brilló, fue como si al Sol se le hubiera escapado un rayo, boquiabierto metió la mano en el agua cerrándola rápidamente no vaya a ser que aquello que brillaba se le escapara. Asustado salió corriendo hacia un cañaveral que tapaba la puerta de una cueva, cueva de la que manaba agua. Aquel era su lugar secreto, el sitio donde se escondía cuando las travesuras agotaban la paciencia de su padre o hermanos. Allí se sentía seguro, miró hacia todos lados asegurándose de no haber nadie, apretaba con brío aquel puñado de arena, abrió la mano y apareció semienterrado un objeto circular de tamaño un poco más grande que una uña y que brillaba como un espejo.

Yunes había visto aquel brillo una vez, era igual que la que le dieron a su padre hace un par de años cuando vendió las telas de seda que tan laboriosamente habían tejido su madre y hermanas.  


Casulla de San Juan de Ortega 1080-1163. La capa tiene una inscripción referida al emir almorávide Alí ben Yusuf, gobernador de Granada entre 1126 y 1138, para quien debió ser tejida.


Sabía que con aquella moneda se podía comprar muchas cosas, aquellas con las que había soñado durante tantos años. La próxima vez que fuera a Berchat (Berja) con su padre, como siempre tardaba mucho negociando los precios, iría a la tienda de Mohamed y le compraría todas las golosinas hechas con dátiles y miel, las que traían de Tánger en barco. Aquellos dulces los probó por primera vez en la boda de Fátima, su hermana y quería volver a sentir el dulzor que le explotaba en la boca al morderlas.

Yunes no sabía dónde guardar aquella moneda, tanto la acariciaba que acrecentaba su brillo y temor a que la descubrieran y se la quitaran. No podía pasar más noches despierto mirando el puño cerrado que la guardaba. Una noche con luna llena salió a escondidas de la casa, fue dirección al molino por donde cruzó el río, atravesó el cañaveral y se adentró en su cueva, con un palo hizo un agujero en el suelo y depositó aquel tesoro, ¡¡¡Aquí nadie te encontrará!!! Le susurraba a la moneda.  

Para un niño la vida en aquel lugar no era fácil, la monotonía del día a día lo exasperaba, él tenía sed de aventuras, de juegos, se imaginaba vestido de guerrero luchando contra los infieles, conquistando y saqueando ciudades y pueblos en el nombre de Alá. La realidad era otra, había que trabajar. Cada hermano tenía su responsabilidad, a diario había que traer leña, agua del río, sacar a pastar y vigilar el ganado, ordeñar las cabras, recoger hojas de morera… Sus hermanas, en cambio, estaban todo el año trabajando la seda cuyos productos ofrecía y vendía su padre a los comerciantes que se alojaban en su casa.


Soldados de Al-Andalus.


Una tarde llegaron unos soldados. Al mando iba un capitán a lomos de un caballo, iban recorriendo el cauce del río porque en la costa habían visto desembarcar a unos extranjeros que llegaron en un pequeño barco con forma de dragón. La seda que se hilaba en la Alpujarra era famosa en todo el mundo conocido, famosa y deseada por comerciantes y ladrones.

Su padre los recibió con sumo agrado, tenía hijas casaderas y un capitán siempre sería bienvenido a aquella familia.

Esa noche, en la cena, callado tomaba la sopa de legumbres que había preparado su madre. El padre había invitado a aquellos soldados a cenar y descansar. Escuchaba con temor las historias que contaba aquel capitán sobre esos hombres rubios, barbudos, altos como una casa y armados con hachas y espadas, llevaban años asaltando ciudades de Al-Ándalus, matando, secuestrando y robando.


Desembarco vikingo. Foto Shutterstock


Aquella noche Yunes tenía mucho miedo ¿Y si su moneda despertaba de nuevo y atraía con su brillo a aquella gente tal como le sucedió a él? No podía dormir, así que decidió salir a hurtadillas, ir a la cueva y comprobar que su tesoro seguía allí y no brillaba. Para no hacer ruido dejó entornada la puerta de la calle, corriendo pasó por el molino y le extrañó que el perro no ladrara, pero su cabeza sólo pensaba en aquella moneda. Al final llegó al cañaveral que ocultaba la cueva, se adentró y sintió una mano que le tapaba media cara, el terror se apoderó de él, era incapaz de moverse, de avisar con un grito a sus padres de que algo iba mal en aquel lugar. Hábilmente esa mano lo amordazó, ató y lanzó al fondo de la cueva, un frío acero se acercó a su cuello a la vez que oía extrañas palabras, no las entendía pero sabía que significaban.

Una hora después llegaron más hombres, traían a sus hermanas atadas y las armas goteando la sangre de sus padres y soldados. En ese momento se dio cuenta que su vida había cambiado, ya no volvería a jugar como niño en aquel lugar, su destino seria servir como esclavo. De una patada lo pusieron en pie y comenzaron a caminar río abajo, levantó los ojos, vio como las llamas devoraban las casas del lugar que lo vio nacer y unas palabras balbucearon en su boca… beni-naar (hijo del fuego).

Unos días al año, en otoño, al ponerse el Sol por encima de Murtas, un breve destello sale del pantano, lo sitúo en el mismo lugar donde estuvo la cueva de la fuentecica de la Virgen. Esa luz me recuerda que allí hubo un pueblo, que allí hay benineros enterrados desde hace más de 600 años y que allí se tejía la mejor seda de toda la Alpujarra.

Saludos.