domingo, 27 de enero de 2019

Los años del hambre


Este no ha sido un artículo agradable de escribir. Lo digo porque el documento que tengo entre mis manos, fechado en Turón el trece de marzo de 1781, versa sobre el hambre y miseria que nuestros antepasados sufrieron debido a un pequeño cambio climático. Años de sequía seguidos de grandes inundaciones y por consiguiente a la falta de cosechas que durante décadas sufrió el sureste español. Este documento deja constancia de la penuria que nuestros antepasados hubieron de vivir y explica el por qué de algunas preguntas que alguna vez nos hemos hecho.



Hambruna en Irlanda en el siglo XIX


Recordar el pasado no les gusta a nuestros abuelos, fueron malos tiempos y a nadie le es grato hablar de ello. “¡¡¡Con la abundancia que hay hoy en día!!! ¿Para qué recordarlos?”

Ya son pocos los que no tienen una buena casa, de uno, dos o incluso tres coches, de varios televisores, de teléfonos móviles de última tecnología con conexión a internet 4G, tenemos nuestro propio grupo de wasap, Facebook, Instagram, leemos Blogs, viajamos y vemos en vivo y en directo culturas que antes sólo leíamos en los libros de Julio Verne, Emilio Salgari o veíamos en documentales, comemos los fines de semana en restaurantes, damos dinero a ONGs y apadrinamos niños de países exóticos… llevamos una vida que en nada se parece a la de nuestros antepasados. 

Nuestros actuales agricultores no hacen la agricultura que se hacía en Benínar, aquella era de subsistencia, siempre se sembraba un poco de más para llevarlo a Berja, Turón, Murtas o Ugíjar y venderlo en mercadillos o plena calle. La de ahora es en su mayoría para la exportación, miles de camiones salen de Almería destino al norte para alimentar a millones de personas. Todo empezó con la uva del Barco y ha continuado con los invernaderos.

Muchas veces hemos oído en radio, televisión o a nuestros familiares hablar sobre el hambre que se pasó después de la Guerra Civil en España.


Mosáico del siglo V d.C. Joven alimentando un asno.



Mi padre siendo niño fue testigo de este hecho en un viaje que hizo a Berja acompañando a mi abuelo. En la plaza vio a un grupo de niños descalzos y harapientos que se peleaban por comer los trozos de algarroba y granos de maíz que se les escapaban a un dúo de burros de las cebaderas. Escena que bien podría estar recogida en el Lazarillo de Tormes ya que el hambre no tiene edad, es atemporal y le da igual en que siglo esté.


En los pueblos pequeños la vida era distinta, casi todo el mundo tenía en sus casas gallinas, uno o dos marranos para la matanza, conejos, disponían de un bancal donde cultivar verduras y hortalizas para alimentarse, pero en las ciudades…allí sí que las pasaron canutas.

En la segunda mitad del siglo XVIII, concretamente de 1760 a 1800, ocurrió un fenómeno meteorológico denominado anomalía Maldá (hubo un descenso de la actividad solar que provocó en la Tierra una pequeña edad de hielo, el clima cambió) esto ocasionó terribles periodos de sequía intercalados de breves lluvias torrenciales en el sureste español. No os tengo que recordar qué pasaba entre vosotros los veranos que no llevaba agua el río, imaginaos años sin llover y cuando lo hacía eran diluvios que sólo traían destrucción.

El agricultor siempre mira al cielo esperando la lluvia, pero Benínar tenía su paradoja, grandes manantiales de agua masajeaban sus pies, hay un río subterráneo, sólo había que coger pico, pala y empezar a cavar. Tal vez lo hicieron a la altura de la Rambla de Turón ya que se hablaba que ahí antiguamente hubo una noria cuya agua extraída posiblemente vertería a la acequia de la que molía un antiguo molino, anterior al de Constanza y que la repartiría para el riego de la Vega del Lugar y parte baja del cortijo de la Mecila. Para regar en los Majalones y demás lugares tendrían que hacerlo con cántaros. 


Archivo fotográfico de Pepín Ruiz Ruiz



Esta historia comenzó el tres de marzo de 1781, de madrugada Luis Gutiérrez, alcalde de Benínar junto a Felipe Fernández, montados en sus burros cruzaban el seco río, saludaron a la fuente de la Cañaroa, que ni una lágrima escurría y empezaron a subir por el Cucanal dirección Turón. Allí les esperaba Carlos Batalla, prestamista gaditano afincado en ese pueblo ya que su hermano había comprado la plaza de escribano y con la construcción de la fábrica de plomo había mucho trabajo. Fue la época dorada de Turón.

Días antes nuestro alcalde había convocado a sus paisanos en la plaza, desde lo alto del reducto Luis explicaba a su pueblo que la situación era insostenible, el río y las fuentes estaban secas, apenas había agua para beber o regar ya que “con el motivo de lo calamitoso del presente tiempo, se hacían los vecinos de dicha población de Benínar constituidos en la mayor miseria, sin tener el agua alguna para su alimento y labranza de sus haciendas…”. Decidieron echarse en manos de ese prestamista y tres mil reales le pidieron para repartirlos entre las familias más necesitadas. Estas a su vez tenían hasta el mes de agosto del mismo año para devolverlo, sus tierras y casas pusieron como aval.


Noria



Hasta ahora desconozco si ese dinero se usó para comprar alimentos o para obras de infraestructura que paliaran la voraz sequía (construcción de la noria y ampliación de la red de acequias sería lo más lógico) o ambos. Lo cierto es que a partir de ese año muchas propiedades de benineros pasaron a manos de habitantes de Turón o Berja. Muchos decenios de duro trabajo y ahorro debieron pasar para que parte de aquella tierra volviera a ser de nuestra propiedad. Hasta el último tercio del siglo XIX Benínar no salió del subdesarrollo y miseria que aquel cambio climático provocó.





Ahora querido lector, si eres descendiente de este pueblo entenderás algunas cosas. La primera es por qué había tanta tierra en manos de forasteros, la segunda sería el origen o ampliación de alguna acequia, la tercera fue la aparición de apellidos nuevos en el pueblo (Maldonado, Calvache, Roda… personas que compraron a Carlos Batalla aquellas tierras y se fueron a vivir allí), por último el por qué de la descripción tan miserable que hizo de nuestros antepasados el suizo Charles Didier cuando pasó por la calle Real en 1836.


Os reproduzco el fragmento de su libro “Viaje a la Alpujarra de 1836”, así nos vio:

“… la mula perdió un hierro y tuvimos que dejar la hondonada y subir al caserío perdido de Barita, donde no se encontró ni herradura ni herrador; tuvimos que seguir más mal que bien hasta Benínar, donde fuimos más afortunados. Estos dos pueblos situados el uno y el otro encima del ancho río Adra, que se cruza sin puente, ni que decir tiene, pertenecen a las antiguas tahas de Cebel o Zueyel y están hoy en los límites de la Alpujarra. ¡Pero, Dios, que pueblos! Renuncio a describirlos. Imagínese todo lo que puedan lo más desolado, lo más desesperado, y todavía quedarán debajo de la realidad. Y los habitantes, ¡qué aspecto más salvaje! ¡Qué abandono de ellos mismos! ¡Qué harapos! ¡Qué ignorancia de todo! Olvidados por la civilización en medio de rocas estériles que rascan de padres a hijos, para que rindan un poco de trigo, un poco de vino, las cosas de primera necesidad; están tan lejos de la civilización como si vivieran en los altos valles del Atlas o del Himalaya. Nuestra irrupción en Benínar fue un acontecimiento: la tienda ¿qué digo?, la cueva del herrador fue pronto asediada, invadido por la población entera. Las mujeres eran las más curiosas y las más inoportunas; todas a la vez tiraban de mis ropas para saber de qué tejido estaban hechas, y si yo era de carne y hueso como todo el mundo. Mientras tanto, los niños con camisa o sin camisa me subían por las piernas, y sus padres y sus abuelos echaban a escondidas unas sombrías y hurañas miradas sobre mi escolta y sobre mí. No hay ninguna duda de que si hubiera estado solo, estos beduinos de España, habrían ido a esperarme, con la escopeta en mano, en la esquina del primer bosque o del primer peñasco. Aquel día, estoy profundamente convencido de ello, debí mi vida a los dos carabineros de la inocente Isabel.

Había andado todo el día en el fondo de barrancos ahogados, tenía necesidad de aire y de espacio; mi deseo fue cumplido: la larga y penosa costa de San Roque me condujo sobre una extensa meseta descubierta donde el horizonte se abrió de golpe ante mí. La sierra de Gádor me apareció desde allí en todo su extensión…”

Estas últimas palabras las publiqué en este blog el 14 de junio de 2008, algún lector se indignó por su realismo, a mi en cambio me provocaron orgullo. Orgullo de descender de un pueblo del que gracias a su sacrificio y trabajo, sobrevivieron y hoy podemos estar cómodamente sentados en un sillón delante de un ordenador leyendo esto.