domingo, 1 de noviembre de 2020

Yo, Juan Victoria Sánchez fui minero

Buenos días descendientes de Benínar. Mañana es el día de los difuntos y el autor de esta biografía mía quiere recordar a nuestros difuntos sacándome del olvido.

Mi nombre es Juan Victoria Rincón, ninguno de ustedes me conoce ni me ha conocido, viví en el siglo XIX y algunos de vosotros descendéis de mí.

Nací en el pueblo de Benínar un día cualquiera de 1835, la verdad es que hace tantos años que ya ni me acuerdo. Fui hijo de Juan Victoria Sánchez y de María Gracia Rincón Garzón, dos buenas personas que dedicaron su vida al trabajo y la familia.

Mi infancia fue la misma que tuvieron todos los niños de pueblo en muchas generaciones. Llevé incontables cargas de agua cogida en las pozas del río para el gasto de la casa, cuidaba de mi “Paquita”, la cabra que daba la leche que bebíamos, gustaba llevarla a los bancales de los Majalones para que comiera la hierba que crecía en la orilla del camino, justo al lado de la acequia. Buscaba leña por el monte, lejos de la odiosa vara del forestal que fustigaba mi espalda y después me robaba el trabajo, mi haz, por lo que la vuelta nunca era por caminos o senderos, siempre a través de los sembrados mirando las sombras y huyendo de ellas.




En la adolescencia me enamoré de mi vecina Josefa, hija del Moreno. Era una niña menuda, de piel blanquita y ojos grandes. Sus padres accedieron a la unión gracias al bancal que me dio mi padre. Con los años compré más tierra con los beneficios de las minas, porque yo, Juan Victoria, fui minero.

Desde niño trabajé en las minas, conozco las entrañas de este pueblo mejor que nadie. Mi primer trabajo fue en una del Llano, me dieron un capacho de esparto que debía de llenar de alcohol (así llamábamos aquí al mineral del plomo), lo arrastraba hasta la salida y allí lo cogían los “cernaores” para cernir su contenido, separando el mineral de la piedra. Llevaba siempre una calabaza con agua ya que había mucho polvo en la galería y de vez en cuando había que echar un trago para humedecer la garganta. Ese polvo se fue incrustando en mis pulmones y con los años fue el que me quitó la vida.




Al crecer me hice “picaor”, pagaban mejor, pero eran los primeros en morir cuando había derrumbe así que aprendí los secretos de la pólvora y era el que preparaba los barrenos y abría nuevos pozos y galerías.




Un día vi un filón en una antigua mina, no dije nada, era 1876 y llegó el momento de ser mi jefe, solicité varias concesiones, una en el Llano a la que llamé “San Juan” y otra en el Cerro de la Balsilla que puse por nombre “Once de junio” e hice lo que todos hacían. Una vez solicitada la concesión (había que dejar 300 pesetas en depósito para los gastos) empezabas a trabajarla. Como la Administración era muy lenta y tardaban años en concederla, la mina se agotaba antes de ese tiempo, así que renunciabas a la mina y te devolvían el dinero. Un buen negocio.

Con las ganancias del plomo me hice una buena casa y compré tierra, así aseguraba que mi hijo Pedro pudieran casar bien.




Fallecí el 22 de noviembre de 1911 a la edad de 76 años, en mi casa, en la calle de la Era. He sobrevivido a casi todos mis amigos y con orgullo puedo decir que no muero en soledad, mi mujer, Josefa Moreno Ibáñez siempre estuvo a mi lado y sólo soltó mi mano cuando salió la última bocanada de aire de mis maltrechos pulmones y mi alma se fue con el señor.

In memoriam de Juan Victoria Rincón, minero.


sábado, 3 de octubre de 2020

De cómo la Guardia Civil llenaba la despensa

Hubo un tiempo en el que había personas que echaban un donativo en la ermita de las Ánimas de Benínar pidiendo no para las almas del purgatorio sino para no encontrarse con la Guardia Civil por el camino.

Los años de posguerra fueron difíciles, había miedo, mucho miedo y escasez de todo lo esencial. Había racionamiento, todo el mundo tenía una cartilla y una vez al mes se repartían los alimentos. Pepe “el de Julia” era el encargado de llevarlos en su camión a Benínar. Un mes no hubo comida que transportar y la gente preguntaba al alcalde, Faustino, que dónde estaban los alimentos. Alguien los había robado y vendido de estraperlo en Adra. El miedo hizo callar las bocas hambrientas de los benineros dejándose robar por unos sinvergüenzas.

Había gente que se ganaba la vida con el estraperlo, comprando, transportando y vendiendo productos intervenidos por el Estado, sin pagar tasas. Esta gente conocía los caminos a la perfección para evitar las patrullas de la Guardia Civil. Famosos fueron en el pueblo María “la Hirmera” o Pedro Moreno.

Por la noche se salía del pueblo en dirección a Laujar, se compraban un par de sacos de patatas y se regresaba al amparo de la Luna. Muchas eran las viudas que le echaban una peseta a las ánimas para no encontrarse con la Guardia Civil ya que les requisaban los productos. No sólo los requisaban también era frecuente su paso por los molinos y almazaras exigiendo que se les llevara al cuartel de Turón dos sacos de harina o una arroba de aceite por hacer “la vista gorda”. Como he dicho antes, eran tiempos de mucho miedo y gran necesidad.

El aceite era un bien esencial en las casas, servía para cocinar, conservar alimentos, como combustible de candiles, hacer jabón y se vendía muy bien, ganando unas pesetas que eran esenciales en la economía familiar.

Hubo un año en el que la cosecha de aceite en el pueblo fue escasa, en las casas no había suficiente para el consumo anual. Ese año no cuajó bien la aceituna. Se oyó decir que se vendía aceite en Murtas y varios hombres del pueblo se juntaron haciendo una cuadrilla para ir y comprar.

Era una noche de Luna llena, uno a uno fueron saliendo del pueblo, en los mulos y burros llevaban pellejos vacíos, eran mejores que las garrafas porque la piel era elástica y no se rompía por el movimiento de los animales o caída accidental. El lugar de reunión era la desembocadura de la Rambla de Turón, de ahí comenzaron el ascenso a Murtas. Al llegar al pueblo compraron el aceite y a la puesta del Sol emprendieron el camino de regreso amparados por la oscuridad.

A la altura del dique de la Rambla de Turón había un tajo donde aguardaba una pareja de la Guardia Civil, alguien había dado el chivatazo y estaban esperándolos.

 

Ilustración realizada por Pablo Doucet Sánchez

Al paso de la caravana salieron de su escondite los guardias fusil en mano y gritando ¡Alto a la Guardia Civil! A los hombres se les heló la sangre, los animales se asustaron y el mulo de Antonio Sánchez Fernández se escapó, corriendo llegó a lo alto del Barranco del Meloncillo.

¿Qué llevan ustedes ahí? Gritaron los civiles.

“Miren ustedes, venimos de Murtas, hemos comprado aceite ya que la cosecha en Benínar ha sido escasa y no tenemos lo suficiente para las casas…”

“¡Venga, todos al cuartel de Turón, están detenidos!”.

Al llegar al cuartel les ordenan descargar el aceite y meterlo en una habitación, después los registraron. A Juan “el de Bernardo” le quitaron una navajilla que tenía para poder cortar los alimentos ya que carecía de dientes. Los encerraron en una habitación pasando las horas en silencio, el miedo podía más que las palabras.

Uno de los detenidos pidió ir a vaciar la vejiga, al salir pasó por la puerta de la habitación donde habían dejado el aceite observando que había menos pellejos de los descargados, hecho que comunicó a sus compañeros apenas regresó.

El sargento del puesto hizo su aparición horas después, con enfadado y tono amenazante se lamentaba que aquellos benineros le iban a buscar la ruina, “en menudo follón me han metido…si yo los conozco a ustedes y sé que son hombres honrados…y si doy parte de esto ustedes van a la cárcel…”. Bajó el volumen de sus amenazas y les propuso “ustedes pueden dejar el aceite aquí, porque si yo doy parte de esto van a la cárcel, si ustedes me prometen y dan su palabra de no decir nada de lo que ha ocurrido, yo les dejo ir a sus casas”.

Como os podéis imaginar, horas después entraron en el pueblo sobre sus cabalgaduras, sin aceite y sin dinero. Como he dicho antes, en los años de posguerra había miedo, mucho miedo.

Esta historia es un capítulo del libro "Historias de Benínar".


sábado, 11 de abril de 2020

Un día de cuarentena

Si observamos la Tierra desde el espacio sólo vemos belleza, si miramos al Universo nos empequeñecemos ante su enormidad y si nos miramos el ombligo, nos emborrachamos de vanidad.

Los humanos hemos pisado la Luna, mandado naves a los confines del Sistema Solar, construido máquinas impresionantes. Nuestro conocimiento y saber ya no caben en una enciclopedia como antaño, ahora dominamos nuestro mundo, ¿o no?



El Universo


Ahora todos sabemos lo que es un virus y si se llama Coronavirus nos volvemos eruditos, lo que pocos saben es que los virus estaban en “nuestra” tierra antes de la existencia del hombre y de los dinosaurios, y que nos han usado a su antojo durante millones de años.

Lo que está pasando ahora ya sucedió antes, las pandemias vienen y van, las bacterias y virus siempre estarán ahí, esperando su momento. Primero provocan miseria humana y después económica.

“Yo soy uno de esos miles de afortunados que tenemos que ir trabajar (tómese las comillas como a usted le parezca), así que no sé lo que es estar encerrado en casa”, esto le respondía a un cliente el otro día ante sus quejas de tantos días de confinamiento y me dio la idea para escribir este artículo.

Mi jornada comienza a las siete de la mañana, el odioso despertador ya no toca porque hace diez minutos que lo he apagado sin haber emitido su sonoro pitido. Ducha, desayuno, noticias. Al salir a la calle siento que todo ha cambiado, puedo respirar oxígeno a pleno pulmón, no hay movimiento de niños ni padres sólo de perros que llevan a la deriva a sus amos. Al salir de la cochera vuelvo a notar que todo ha cambiado, no hay tráfico, sólo siento el paso de algún coche que en vez de ir a la velocidad de la vía, la triplica como mínimo.

Ahora en quince minutos llego a mi lugar de trabajo, en las rotondas sólo al viento hay que ceder el paso, sin apenas pisar el freno encuentro aparcamiento en la puerta de la farmacia donde trabajo.

A las nueve y media abro el negocio, siempre digo que de ser llamados pacientes en un establecimiento sanitario, como son las consultas médicas, pasan a ser clientes de otro que es la farmacia. “Aquí repartimos salud” les digo a mis feligreses que se congregaban delante del mostrador.

Todo ha cambiado, ahora pasan de uno en uno, les tengo que mirar a los ojos para reconocerlos ya que las vías respiratorias van cubiertas por una mascarilla (que en demasiadas ocasiones se parecen más a un bozal) y las manos van embutidas en unos guantes que sólo acumulan mierda. En el suelo hay pintada una línea y varios carteles situados de forma estratégica avisan “no traspase la línea del suelo” que debí escribirlos en chino ya que pocos son los que entienden este lenguaje y cumplen lo leído.


Antigua farmacia de Jerez de la Frontera


En toda farmacia hay clientes especiales. Primero están los amigos, aquellos que llegaban y te daban un apretón de manos soltando la frase “aquí un amigo, de clase pobre, pero amigo”. De ellos conozco sus historiales médicos mejor que nadie y con ellos practico lo más bonito para mí en esta profesión, la atención farmacéutica. Ahora los saludo a lo lejos, a dos metros de distancia como mínimo. Se echa de menos la cháchara que mantenía a diario con Eduardo, Pepe, Miguel, Juan, Enrique, Fernando… porque están encerrados protegidos del virus, ahora les mando recuerdos cuando los hijos van por su medicación.

Luego están los clientes que ni fu ni fa, aquellos que llegan, piden, les das, respondes a las mil y una preguntas que te hacen y se van. Todo robotizado.

Por último, he querido dejar a los especiales, pocos en cantidad pero con gran calidad de anécdotas. Unos que te hacen llorar de risa y otros, los tocapelotas, dos o tres a lo sumo, que hacen aumentar mi nivel de adrenalina y que salga esa vena “granaína malafollá”, con solera, bien aprendida y curtida por el paso de los años en esta ciudad, la de la Alhambra.

Nunca me he encontrado cara a cara con la muerte pero la he olido al pasar para llevarse el alma de algún ser querido, de algún amigo. 

Espero y deseo que estéis todos bien.

Cuidaos.

viernes, 21 de febrero de 2020

Las trillizas de Benínar


Hace unos meses, después de años de duro trabajo, un grupo de benineros os presentamos el libro “Historias de Benínar” y puedo decir que con gran orgullo y satisfacción. Por desgracia, hubo muchas historias que no se pudieron publicar, unas por la falta de información para completarlas y otras para no hacer demasiado extenso el libro. Para suplir este inconveniente está este blog, así difundimos nuestras costumbres e historia y vosotros, benineros o no, os enriquecéis con nuestro pasado.

La historia inconclusa que hoy os voy a contar ocurrió en el verano de 1864 y corrió de boca en boca como la pólvora, en el pueblo habían nacido tres niñas en un parto, el primer caso conocido de trillizos en la historia de Benínar. Pero, ¿Cuál es la probabilidad de que esto suceda? Cogiendo los datos del Instituto Nacional de Estadística de 2010 en España nacieron 484.055 niños de los que 193 fueron trillizos[1]. O sea, escasa.

Pero, a qué se debe este parto múltiple. Tres son las causas:

1º. Cuando son tres óvulos diferentes los fecundados. Se tienen tres bebés distintos que pueden ser del mismo sexo o diferente.

2º. Cuando son dos óvulos diferentes y uno de ellos se divide en dos. Se forman un mellizo y dos gemelos, estos últimos del mismo sexo.

3º. Un solo óvulo que se divide y uno de estos vuelve a dividirse. En este caso los trillizos son idénticos.

Al haber pasado 156 años de este hecho, debido a la falta de documentación y (naturalmente) testigos, no puedo saber cuál de los tres casos citados es el que se produjo.


Trillizos. Fotografía de la página web https://www.actuall.com/



Corría el 23 de junio de 1864, en casa de Serafín Gutiérrez se oían gritos de parto. Su mujer María Josefa Enríquez estaba dando a luz. Don Gabriel, el médico, sólo había visto esto en los libros de medicina cuando estudiaba, nunca había asistido a un parto de trillizas. Por fortuna todo salió bien, nacieron tres niñas a las que pusieron el nombre de sus madrinas: Ana, Antonia y María Dolores.

Debido a su poco peso, don Pedro, el cura, decidió que fueran bautizadas ese mismo día.

Me hubiera gustado hacer una pequeña biografía, hablar de sus infancias, matrimonios, hijos… por desgracia los libros en los que podía aparecer alguna referencia sobre sus vidas fueron destruidos o desaparecieron hace tiempo. He consultado a algunos de los más sabios y ancianos del lugar, no recuerdan haber oído de sus antepasados este hecho y es que 156 son muchos años para la memoria.





[1] Actualmente se usan técnicas de inseminación artificial que aumentan la frecuencia de partos múltiples.

jueves, 30 de enero de 2020

Doña Antonia, la primera maestra de Benínar


Hace año y medio os conté en un artículo quien fue el primer maestro de nuestro pueblo, en este os voy a contar quien fue la persona que comenzó la alfabetización de nuestras bisabuelas o tatarabuelas.

Con la desaparición de Benínar, el paso de los años y la desidia hacia nuestro pasado ha relegado al ostracismo a una serie de personajes que fueron decisivos en la historia de nuestro pueblo. 

A mediados del siglo XIX Benínar estaba en plena efervescencia económica, tenía industria, agricultura de regadío en expansión y población que no paraba de crecer. Las arcas del Ayuntamiento estaban llenas, había dinero para gastar, así que se decidió invertir en educación. En un pleno se acordó crear dos escuelas de educación primaria, una para niños y otra para niñas.

En la España de mediados de ese siglo el 49% de las escuelas de niñas eran privadas (las de niños un 17%), se daba más importancia a la educación pública masculina que femenina. En nuestro pueblo no fue así, ambas eran públicas pero la asistencia a las aulas dependía más de la mentalidad de los padres y del quehacer diario que de las ganas de aprender. Muchos benineros no fueron escolarizados porque el niño en la mina era más productivo, porque se podía meter en los comunales a “coger” una carga de Mata blanca, Bolinas o lo que pillara para poder cocinar o venderlo, con alto riesgo de llevarse un guantazo o estacazo del guarda (la leña de los comunales se subastaba de forma anual), porque había que acarrear agua, cuidar de la cabra… Las niñas ayudaban a sus madres en las labores y quehaceres de las casas.


Mata blanca


Bolina


Con los años cambia la mentalidad y sociedad, poco a poco las escuelas se iban llenando de párvulos ávidos de conocimientos.

 La escuela de niños comenzó a funcionar en 1856 pero la de niñas fue otro cantar. Debido a la falta de maestras, hay que recordar que por entonces el que una mujer estudiase era muy raro, no había candidata para el puesto en Benínar. También hay que sumar a esto que el sueldo era más bien escaso.

Hubo que esperar hasta 1862, Doña Antonia Rubí López, natural de Roquetas de Mar, aceptó la plaza. Supongo que fueron por ella a Berja y a lomos de un mulo hizo su entrada en el pueblo.

Una bandada de niños revoloteaba a su alrededor con gran algarabía, momentos después el señor cura, el alcalde y secretario hacían su aparición, unos repartiendo pellizcones a los zagales y el otro bendiciones a los adultos.

El ayuntamiento alquiló una casa al lado de la iglesia, en los bajos acondicionó la escuela y en la planta superior se habilitó como vivienda para la maestra.


La casa de la derecha fue la escuela de niñas. Fotografía de Manuel Maldonado Ruiz.


Una muchacha con carrera y soltera en Benínar… Inmediatamente el grupo de alcahuetas del lugar se puso a trabajar,  había que informarse hasta de la talla de enaguas que la señorita Antonia usaba, y es que aquella joven maestra era un buen partido. En aquella ocasión nada tuvieron que hacer los solteros, al pueblo llegó un maestro llamado Salvador Gallego que fue quien la llevó al altar.

Unos 20 años estuvo culturizando a generaciones de benineras.

Desconozco los motivos por los que abandonaron el pueblo, doña Antonia falleció en 1888 siendo maestra de la escuela de El Chive (Lubrín).

Aunque nuestra memoria colectiva la olvidó hace más de un siglo, con este artículo, nosotros, los tataranietos de sus alumnas la recordaremos para siempre. 

Saludos.