Contar historia es una cosa
y contar historias otra. En este artículo pretendo combinar ambas, de cómo pudo
ser aquel día de 1909 en el que los abuelos de unos y bisabuelos de otros
debieron cumplir con la obligación de todo español varón de hacer el servicio
militar.
Benínar era un pueblo
tranquilo, por allí sólo pasaban los arrieros y el río. Dos veces al año los
jóvenes se revolucionaban, primero por las fiestas y después por la llamada
al servicio militar.
De las fiestas hoy no voy a
hablar, quizá otro día, pero sí del reclutamiento que se hacía anual en el
ayuntamiento de nuestro pueblo.
Todos los años el ritual era
el mismo. Aquel de mil novecientos nueve, veintidós de los mejores mozos de la
Alpujarra son llamados para defender a la patria durante tres años. A cambio se
les daba alojamiento con chinches, ninguna instrucción y escasa comida. En
aquella época valía más la vida de un burro que la de un soldado. Algunos se traerían
las ropas del ejército para usarlas de vestimenta en los Moros y Cristianos.
Soldados en África. 1919.
Un sábado en concreto, a las
doce del mediodía se reunió en pleno el ayuntamiento de Benínar. Paco Blanco
Martín, el alcalde, leía una carta en voz baja, los concejales mientras tanto conversaban
de lo poco que estaba lloviendo y del escaso caudal que llevaba el río, “este
verano va a haber problemas con el riego, casi no hay nieve en la sierra” comentaba
Antonio Baños.
Nicolás Saracho, secretario
del ayuntamiento en funciones, llamó al orden, cada uno tomó asiento y con voz
grave empezó a leer “En Benínar, a catorce de febrero de mil novecientos nueve,
reunido el ayuntamiento del mismo en la sala capitular y en sesión pública para
celebrar el acto correspondiente al reemplazo del ejército…”
Numerosos eran los jóvenes que se
arremolinaban frente a la puerta del ayuntamiento. Por la ventana los más
pequeños se ponían de puntillas para así poder ver mejor lo que pasaba dentro y
los mayores hacían sus corrillos según amistad o intenciones. En las casas las
madres sufrían en silencio, entre sollozos preparaban la ropa que sus hijos
pudieran necesitar, los padres, maldiciendo entre dientes porque ahora tendrían
trabajo doble.
Oficial a caballo. Años 20.
Cayetano Fernández estaba
deprimido, llevaba toda su vida aguantando las pesadas bromas de la gente, se
metían con él porque no tenía padre, bueno, la verdad es que sí lo tenía pero
no lo había reconocido. Su madre no poseía los bancalillos necesarios para que
él dejara de ser ilegítimo. Días antes tomó la decisión de desertar, no
aguantaba la idea de soportar más bromas sobre su ilegitimidad, se iría a las
minas de la Carolina, a Asturias, no, mejor a las Américas, “allí nadie me
conoce, me cambiaré el nombre si es preciso…de todas formas… ¿Qué más da el
apellido que lleve?”, pensó.
Hacer las Américas era algo
común en Benínar, los que las habían hecho regresaban con la plata suficiente
para comprar una casa y tres o cuatro bancales, lo suficiente para jubilarse.
Los niños se pasaban la infancia soñando con riquezas, con la plata del Potosí
o el oro de El Dorado, sueños provocados por el suave tintineo que hacía la
moneda de plata al caer al suelo. Jamás ningún contertulio contó la miseria que
vivieron ni el miedo que pasaron, malviviendo y ahorrando cada peso ganado que
luego al cambio se multiplicaría por tres en España.
Cayetano tenía dos amigos,
José Figueroa y Juan Vitoria, amigos pobres, de compartir moras, almecinas y
azufaifas, de subir a breveras y cazar conejos con lazo. Ellos sí que eran
amigos, sobre todo desde que robaron las primeras naranjas a los Sánchez Quero
y la vara de olivo de Antonio el alguacil no hizo efecto en sus lenguas. “Ellos
vendrán conmigo, nos escaparemos e iremos de polizones en un barco a América”,
pensó.
Un corrillo se había hecho
en el Reducto, al lado de la rampa que llevaba a la plaza. Manuel Blanco era el
que más ruido hacía, todos sabían que era sordo de nacimiento, otros que según le
convenía. Con muchos gestos les explicaba a los demás que él no haría la mili,
su tío le había dicho que los sordos no la hacían. A su lado Federico Roda
sonreía, su metro y medio de estatura lo podía salvar, sólo tenía que ponerse
unos pantalones anchos y encogerse unos centímetros cuándo lo midieran. Juan
Rincón y Juan Antonio Díaz estaban eufóricos, por fin van a poder ver lo que
hay más allá de aquellas montañas, por fin verían el mar y podrían subir en esas
máquinas llamadas locomotoras.
Ninguno de los presentes había
visto el mar. En Benínar todos los hombres sabíamos nadar, nunca se escuchó que
nadie se ahogara en una balsa y si algún cuerpo aparecía en el río seguro que
era el de algún forastero, de Turón o Murtas seguramente. Esos siempre cruzaban
el río por el lugar más estrecho y profundo.
Carlos Maldonado, concejal,
pidió la palabra, “hay mozos que están trabajando en las minas de por ahí,
tenemos que avisarlos…”, su hermano Gabriel lo interrumpió levantándose de
forma brusca y con aspavientos para espantar al enjambre de chiquillos que se
habían subido a la reja de la ventana. “Paco López y Miguel Sánchez están
trabajando en las minas de plomo de Posadas y Matías Sánchez en La Carolina…hay
que avisarlos…”, continuó Carlos.
En Benínar éramos
agricultores de día y mineros de noche. La tierra nos amamantaba con sus
cosechas y la mina nos proporcionaba dinero. Estábamos viviendo la edad de oro
de un pueblo ignorante de su destino.
Una vez terminada la
asamblea, Nicolás Saracho salió a la calle y clavó en la puerta del consistorio
una nota convocando a los mozos para la revisión médica del día siguiente. Miguel
Sánchez, el hijo de Roque, de carácter dicharachero y guasón por antonomasia al
leer la nota comentó “¡¡¡Anda coño, si mañana el médico nos va a tocar los huev…!!!”.
Saludos Benínar.
(c) Francisco Félix Maldonado Calvache.
1 comentario:
Buen artículo Paco, esa es la historia que a mí me gusta, la de las gentes sencillas.
Saludos
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