...y Torrijos debía morir.
Francisco Torrijos no era un cura cualquiera, fue
el que nos bautizó, confesó, comulgó y casó, aquel que llevaba siempre consigo nuestros
pecados, el poseedor de nuestros secretos más íntimos, el que con su mano
derecha nos bendijo y con la izquierda nos dio la extrema unción.
Nació en Ugíjar sobre
1545, de la fecha exacta no me acuerdo. Su padre era Hamed, el comerciante, todos
los veranos nos visitaba para comprarnos la seda que nuestras mujeres tejían.
La madre, era una infiel. Todavía recuerdo el revuelo que causó aquella boda,
¡¡un morisco y una cristiana!! Hamed quería codearse con la sociedad cristiana
y la familia de la mujer su dinero, cada uno ambicionaba lo que el otro tenía, un
matrimonio de conveniencia... normal en esta Alpujarra.
El niño siempre
acompañaba al padre, así le enseño el arte de la usura y regateo desde su más
tierna infancia. Juntos, entraban al pueblo por el Cajorrillo y al llegar a la
plaza desmontaba y salía corriendo en dirección a mi casa ya que gustaba jugar
al ajedrez conmigo. Mientras su padre trataba el precio de la seda yo le
enseñaba las primeras nociones del juego. Siempre terminaba la partida con una
sonrisa hierática y la expresión “la próxima vez os ganaré, querido maestro”.
Francisco ingresó
en el seminario de Granada con catorce años, allí aprendió la nueva religión, el
latín, el griego, la oración y meditación… pero sobre todo ese amor que sienten
los curas por el dinero.
Cantó su primera
misa en Darrícal, al día siguiente en Benínar. Aquel día el pueblo abarrotaba
la iglesia y henchía de orgullo por los cuatro costados. Todos conocíamos a ese
joven vestido con casulla, todos creímos en él. Cada domingo desde el púlpito,
de forma sutil y sosegada, sembraba la semilla de la rebelión, hablaba de tiempos
gloriosos perdidos en la memoria, de sueños que con el tiempo se tiñeron de
sangre y sufrimiento. Su juego era doble, arengar a las masas por un lado y por
el otro servir a sus amos cristianos, la Alpujarra era su tablero de ajedrez y
nosotros sus peones, le había enseñado bien.
En la Nochebuena
de 1568 los moriscos de esta Alpujarra nos levantamos en armas, al grito de اللهُ أكبرُ (Alá es el más grande) pasamos a
cuchillo a todos los cristianos que cogimos, hombres, mujeres, niños, nos dio
igual la edad o sexo, ciegos de odio violamos, robamos y asesinamos, nos bañamos
en una orgía de sangre, de sangre cristiana.
Primero fuimos a
Turón a detener a los cristianos que allí vivían, al llegar vimos que habían
huido, más tarde nos enteramos que habían sido nuestros vecinos quienes
temiendo lo peor los llevaron escoltados hasta la ciudad amurallada de Adra.
Nuestra desilusión con cada paso se iba convirtiendo en rabia, corrimos a Berja
y allí sí, allí sí habían cogido a los cristianos…
No me siento con
fuerzas para escribir lo que viví, lo que hice, que sea Alá y mi conciencia quienes
me juzguen y perdonen, si hay perdón.
La nariz de Aadil tocó
el libro, su vista ya no es lo que era, poco a poco sus palabras ocupaban los
espacios vacios de las páginas, chorros de tinta fluían de la vieja pluma
empapando las hojas con las letras que conformaban su historia. Estaba
amaneciendo, la claridad poco a poco inundaba la habitación perfilando las
sombras de los muebles en el suelo pareciendo que caminaran.
En la plaza Juan
Vitoria estaba limpiando y aparejando su burra, lo hacía todos los años el día
de antes de las fiestas. Juan es un buen hombre, honrado y trabajador, su
palabra siempre la sella con un apretón de manos, no hace falta más. Es
analfabeto y muy religioso (como todos estos cristianos), gusta siempre ser el
primero en la comunión enseñándole al señor cura esa boca decorada de negros dientes,
actitud respondida por la sonrisa idiota que provoca el hedor que sale de
aquella cavidad.
Hoy sacaremos en
procesión a San Roque. Hace unos años nos protegió de la peste apareciéndose en
un cerro a las afueras del pueblo, desde entonces lleva su nombre. En
Benínar nadie enfermó, en Darrícal, Lucainena, Turón y Berja murieron muchos,
claro es que ellos no tienen un santo como el nuestro.
Lo pasearemos por el
pueblo y le pediremos por la lluvia, que nos libre de las enfermedades, por la cosecha, para que no salga el río… Su fama ha
atravesado la Alpujarra, vienen gentes de muy lejos a rezarle y tocarle los pies porque es
milagroso.
Todo está dispuesto, esta noche iré al cortijo del Canónigo, asesinaré a Torrijos mientras duerme, me llevaré su oro y plata
y huiré a Berbería llevándome a San Roque…
Continuará.
Francisco Félix Maldonado Calvache.
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