Con el devenir de los años empezamos a añorar con frecuencia los recuerdos de la niñez, los consideramos como los mejores, los más puros y agradables, recordados siempre con la ternura y el cariño de la inocencia de un niño.
Libres de ataduras y preocupaciones los niños desarrollan su inventiva e imaginación, llenan su vida de sueños y aventuras. En Benínar se tenía esa libertad y la seguridad para corretear por sus calles y veredas sin temor a peligros o tribulaciones.
Hace treinta y pico años junto con mi amigo Pedro Sánchez (nieto de Emilia Martín y de Antonio el de Pedro) íbamos a cazar ranas al río con los arcos y flechas fabricados con las ramas de los taray que crecían en la parte de baja de la ramblilla, aquella que estaba próxima a unirse al río. Con Paco y Antonio Ruiz jugaba en sus casas al escondite o correteábamos por calles, bancales o montes, eran otros tiempos, buenos tiempos.
Mis aventuras casi siempre comenzaban atravesando la puerta de la Molineta, puerta con una mirilla tan grande que se podía meter la mano. Nunca entendí para qué la querían… ¿Quién iba a mirar por ahí?
Al traspasar aquella puerta se agudizaban los sentidos, era como pasar a otra dimensión, el camino se curvaba a la derecha y siempre alguna “charla” escandalizada levantada el vuelo asustada por mi presencia. Unos metros más allá, a la izquierda había un pequeño muro, de no más de sesenta centímetros de alto por el que se saltaba y caías al borde de una pequeña balsa. Allí me paraba siempre a observar unos insectos de largas patas que correteaban por encima del agua, años después entendí cómo desafiaban la ley de la gravedad y no se hundían, son cosas de la física, de la tensión superficial, eso es lo que me decían los libros.
Al lado de la balsilla, en la puerta de la cochera de la casa de Juan Ruiz había un hermoso caqui, sus frutos eran tan grandes que uno solo te llenaba los ojos y cubría las manos. Los maduros, al sorberlos hacían resbalar un hilillo de dulzor fuera de la boca que dejaba de caer con un suave pendular de la lengua.
Caqui
Justo enfrente, al lado de la carretera había una parata de naranjos que pertenecía a Juan Baños, eran de la variedad washingtonia, grandes como meloncillos y dulces como el almíbar, con esa peculiaridad de tener un ombliguillo en el culo. Todos los años veía a padre e hijo llenar cajas y meterlas en un camión. Su fin era la exportación, como todo lo bueno que se producía en Benínar.
En el pueblo era menester llevar navajilla, todos los varones la llevábamos ya que resultaba de extrema utilidad para cortar ramas, cañas o pelar alguno de los frutos que nuestra vega era tan prolífica en criar.
Pasados los naranjos llegaba a los sifones, me gustaba sentarme en su piedra caliza y mirar a sus adentros ya que era frecuente ver atrapada alguna culebra en sus profundidades. Encima, coronando el cielo, había una enorme brevera cuyo fruto nunca caté ya que siempre estaban llenos de gusanos y durante décadas engordó a más de un marrano del pueblo.
Carretera abajo se llegaba al haza de Antonio Blanco, sus olivos eran centenarios y las oquedades en sus troncos servían de cobijo a multitud de animalillos. Era una zona de arena gris traída por las avenidas de la ramblilla. Me gustaba sentarme un poco más arriba, a la orilla de la acequia y observar las idas y venidas de los pajarillos en las ramas de los olivos, sobre todo cuando llevaba la escopetilla y algunos plomos entre los dientes para recargarla más rápidamente.Allí vi por primera vez al alcaudón.
Alcaudón
Mi colega carnicero llevaba un pichote en el pico que enredó en una zarza y dio buena cuenta de él. En mi punto de mira estuvo pero pudo más mi curiosidad que las ansias de matarlo, me intrigaba que un pajarillo que no levantaba cuatro dedos sobre una rama llevara en su pico otro tan grande como él. Un sonido sordo debido a mi impaciencia puso fin al festival caníbal que se estaba dando, largándose rápido y veloz, raudo en resumidas cuentas, no quitando ojo a la escopetilla que yo sostenía y que había provocado en él tan tremendo ataque de pánico.
Al pasar el badén había un caminillo que subía hacia los Majalones, una vez allí era como estar en el paraíso. Nuestros antepasados habían abancalado mediante balates la ladera de una montaña, la orientación sur le daba unas propiedades para el cultivo inmejorables, sus olivos eran los más grandes y frondosos que se podían ver en aquellos contornos. En la antigüedad muchas fueron las idas y venidas de mulos con tierra en los capazos para rellenar los ángulos de aquel lugar hasta dejar nivelados los bancales. Tomates, pimientos, patatas, boniatos… se criaban en aquel lugar, los mejores de la Alpujarra, solían decir sus dueños.
Olivo milenario en Grecia
Recuerdo a mi primo Aurelio mancaje en mano levantando los lomos para sembrar las patatas, escardar las habas o recolectando los cacahuetes que tanto le gustaban. Recuerdo haber visto a un muchacho llamado Paco Roda estudiando debajo de un olivo, más de una vez me he preguntado cómo podía estudiar en un lugar tan bello, cómo podía concentrarse con el cantar de los pájaros, el arar de la tierra o el regato del agua.
Estos son los recuerdos de un niño convertido en hombre. Tuve la suerte de poder pasar parte de mi infancia en una tierra a la que tanto amo y que tantos recuerdos me ha dado.
Saludos Benínar.
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