Buenos días descendientes de Benínar. Mañana es el día de los difuntos y el autor de esta biografía mía quiere recordar a nuestros difuntos sacándome del olvido.
Mi nombre es Juan Victoria Rincón, ninguno de ustedes me conoce ni me ha conocido, viví en el siglo XIX y algunos de vosotros descendéis de mí.
Nací en el pueblo de Benínar un día cualquiera de 1835, la verdad es que hace tantos años que ya ni me acuerdo. Fui hijo de Juan Victoria Sánchez y de María Gracia Rincón Garzón, dos buenas personas que dedicaron su vida al trabajo y la familia.
Mi infancia fue la misma que tuvieron todos los niños de pueblo en muchas generaciones. Llevé incontables cargas de agua cogida en las pozas del río para el gasto de la casa, cuidaba de mi “Paquita”, la cabra que daba la leche que bebíamos, gustaba llevarla a los bancales de los Majalones para que comiera la hierba que crecía en la orilla del camino, justo al lado de la acequia. Buscaba leña por el monte, lejos de la odiosa vara del forestal que fustigaba mi espalda y después me robaba el trabajo, mi haz, por lo que la vuelta nunca era por caminos o senderos, siempre a través de los sembrados mirando las sombras y huyendo de ellas.
En la adolescencia me enamoré de mi vecina Josefa, hija del Moreno. Era una niña menuda, de piel blanquita y ojos grandes. Sus padres accedieron a la unión gracias al bancal que me dio mi padre. Con los años compré más tierra con los beneficios de las minas, porque yo, Juan Victoria, fui minero.
Desde niño trabajé en las minas, conozco las entrañas de este pueblo mejor que nadie. Mi primer trabajo fue en una del Llano, me dieron un capacho de esparto que debía de llenar de alcohol (así llamábamos aquí al mineral del plomo), lo arrastraba hasta la salida y allí lo cogían los “cernaores” para cernir su contenido, separando el mineral de la piedra. Llevaba siempre una calabaza con agua ya que había mucho polvo en la galería y de vez en cuando había que echar un trago para humedecer la garganta. Ese polvo se fue incrustando en mis pulmones y con los años fue el que me quitó la vida.
Al crecer me hice “picaor”, pagaban mejor, pero eran los primeros en morir cuando había derrumbe así que aprendí los secretos de la pólvora y era el que preparaba los barrenos y abría nuevos pozos y galerías.
Un día vi un filón en una antigua mina, no dije nada, era 1876 y llegó el momento de ser mi jefe, solicité varias concesiones, una en el Llano a la que llamé “San Juan” y otra en el Cerro de la Balsilla que puse por nombre “Once de junio” e hice lo que todos hacían. Una vez solicitada la concesión (había que dejar 300 pesetas en depósito para los gastos) empezabas a trabajarla. Como la Administración era muy lenta y tardaban años en concederla, la mina se agotaba antes de ese tiempo, así que renunciabas a la mina y te devolvían el dinero. Un buen negocio.
Con las ganancias del plomo me hice una buena casa y compré tierra, así aseguraba que mi hijo Pedro pudieran casar bien.
Fallecí el 22 de noviembre de 1911 a la edad de 76 años, en mi casa, en la calle de la Era. He sobrevivido a casi todos mis amigos y con orgullo puedo decir que no muero en soledad, mi mujer, Josefa Moreno Ibáñez siempre estuvo a mi lado y sólo soltó mi mano cuando salió la última bocanada de aire de mis maltrechos pulmones y mi alma se fue con el señor.
In memoriam de Juan Victoria Rincón, minero.
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