Mi
nombre es Juan Vitoria, soy nacido y criado en Benínar.
Según me contó una vez el secretario del ayuntamiento, don Facundo, mi familia llegó a estas tierras a finales del mil quinientos procedente de Navarra y hoy, tantos años después, mi apellido y yo dejamos este pueblo.
Según me contó una vez el secretario del ayuntamiento, don Facundo, mi familia llegó a estas tierras a finales del mil quinientos procedente de Navarra y hoy, tantos años después, mi apellido y yo dejamos este pueblo.
De
mi se dice muchas cosas, la mayoría buenas… o eso creo. En esta tierra a los
hombres se nos talla según lo trabajadores que seamos. Los hay poco o muy
trabajadores, hasta las ganas de trabajar se heredan ya que cuando se es o no
trabajador, se dice es que es un “tal” o “cual”, refiriéndose siempre al mote
familiar de una parte o de la otra.
Mi
historia comienza un sábado cualquiera de mil novecientos nueve. Benínar está
revolucionada, un grupo de veintitantos mozos grita, aúlla y berrea, ver a
tamaña mesnada suelta por las calles del pueblo no es frecuente pero, era
costumbre arraigada en estos lares que los mozos celebráramos por todo lo alto que
nos vamos a la mili. Lo habíamos visto en nuestros hermanos y oído de nuestros
padres así que nosotros no íbamos a ser menos. Además, esta noche Paco Blanco,
el alcalde, siempre que no nos pasemos como aquella ver con el cura… haría la
vista gorda.
Al
principio no nos poníamos de acuerdo, las opiniones eran varias, no sabíamos
qué hacer. Andrés Campoy quería continuar la cencerrada que le habíamos dado
semanas atrás a Daniel “el viudo”, Juan Rincón que le robáramos los conejos al
señor secretario del ayuntamiento y nos los comiéramos a su salud, Paco
Rodríguez que le cantáramos a las mozas del pueblo…
Miguel Sánchez, el hijo de Roque había ido por la tarde a la destilería, la que hizo don Bernardo el cura y compró tres garrafas de aguardiente para calentar el gaznate. Para la mayoría de los mozos sería su primera borrachera (que no la última). En Benínar los hombres estábamos acostumbrados a beber vino pero ese aguardiente… eso sí que era ambrosía de los dioses, cada trago que bebíamos nos quemaba la garganta y nos hacía más felices y fanfarrones.
Alambique
Miguel
era minero, había venido de Posadas (Córdoba) donde se había ido hacía dos años
a trabajar. De pequeño fue monaguillo con don Bernardo y tan acostumbrado
estaba al vino que era capaz de beberse una bota de media arroba y cantar la
Misa de la Madre de Dios en latín sin desentonar una nota. Le acompañaba siempre
Paco López, su mejor amigo de la infancia y compañero en la mina, era hijo de
Nicolás y Dolores, hombre poco hablador, poco bebedor y muy trabajador, peseta
que ganaba peseta que ahorraba. Siempre que nos sentábamos en el Reducto miraba
en dirección a la Mecila y mientras se liaba el pitillo con hoja picada de
patata decía “algún día le compraré ese cortijo a los Oliveros”.
El
lugar de reunión fue la casa de Esteban Sánchez, la que había heredado de sus padres.
Allí quedábamos siempre que teníamos ganas de divertirnos. De aquella casa se
contaba que había sido posada, morisca al menos, ¡¡¡y por san Roque que sería
cierto porque era enorme!!! Tenía un gran salón con chimenea, una de esas en la
que te podías meter dentro. A su cobijo y
calor se habían sentado muchos alpujarreños, bebido mucho vino y contado muchas
historias. El chisporrotear de los troncos y el vino que hacían los Fernández largaban
muchas lenguas. De pequeño, pasaba más tiempo en aquella casa que en la de mi
abuela, gustaba oír esas historias de gente que había hecho fortuna en las Américas,
de cómo habían vuelto con tanta plata que al desembarcar habían tenido que
alquilar una yunta de mulas para poder cargarla.
En
Benínar desde pequeños teníamos novia, cuando nos enterábamos que había nacido
una niña decíamos que nos casaríamos con ella. A esa edad no se es consciente
que los pobres sólo tenemos derecho a la miseria y que los matrimonios se concertaban
según los celemines que se poseía.
Mi amor
se llama Inés. Tiene el cabello rubio como el oro y los ojos del color de las
esmeraldas. Es la hija de don Ángel, el maestro. Nuestros corazones se fundieron
el día en el que se tocaron nuestras manos y rozaron nuestros labios. En san
Roque siempre buscaba sus cintas y ¡¡¡Ay de aquel que se me adelantara!!! Todos
los días paso sigiloso por la puerta de su casa, haciéndome el despistado, con
la esperanza de verla a hurtadillas, de oírla, de saborear el dulce aroma que su
piel desprende.
Es
un amor imposible, las cadenas del destino son demasiado pesadas, demasiado
fuertes. Lágrimas en sus ojos me hicieron comprender que debía olvidarla. Ella
no podía esperarme y yo no deseaba verla maltratada en boca del pueblo y
familia. Desde entonces mi corazón está vacío y mi cuerpo sin alma. En mi mano
tuve las moras de las emborrachacabras que había cerca del molino de río, moras
cuyo dulzor quitaba la vida y daban la muerte.
Coriaria myrtifolia o emborrachacabras
Empezamos
la fiesta haciendo unas migas, de sémola como es menester en esta Alpujarra, acompañadas
de engañifa matancera, arenques, rábanos y todos los productos que nuestra
tierra nos puede dar. En Benínar es costumbre poner la sartén en medio y cada
comensal comer con su cuchara. Mi abuelo siempre contaba que en los tiempos del
hambre, al pasar por el cortijo del Cortijuelo, vio que los que allí vivían estaban
comiendo migas con sólo una cuchara que se pasaban unos a otros y que al decir
buenas tardes nadie contestó porque todos tenían la boca llena.
Migas
Una
vez comidos, para rebajar la pesadez digestiva nada mejor que unos tragos de
aguardiente y el acordeón de Pepe Garzón. Las diabólicas notas que emitía ese
instrumento encantaba nuestros pies y llenaba el salón de parejas (holga decir
que masculinas) bailando al son de la música.
Nadie
sabía lo que Cayetano Fernández, José Figueroa y yo habíamos tramado. Ninguno
queríamos dedicar tres años de nuestra vida al servicio militar y volver con
las manos igual de vacías que cuando nos fuimos. Hacía tiempo que decidimos
irnos a la Argentina o Brasil. Para el billete necesitábamos dinero, un buen
montón de duros, por eso habíamos trabajado como mineros, jornaleros, segadores,
pasadores en el río… daba igual en qué, incluso habíamos desplumado a más de un
pardillo jugando a las caras. A las doce habíamos quedado en la Puerta del Sol,
bajamos por el barrio Hondillo a la Ramblilla y de ahí río abajo hasta Adra,
después… Dios proveerá.
Dejar
la tierra que te vio nacer, la que te amamantó tantos años no es fácil, amaba
cada piedra, cada rincón de ese pueblo y verlo desaparecer lentamente bajo el murmullo
del agua y penumbra de la noche nos desgarró los corazones con lágrimas que se
fundieron con el río.
Un
suave murmullo invadió la noche... adiós Inés, adiós Benínar.
(c) Francisco Félix Maldonado Calvache. Noviembre 2012.
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