Hablar de la muerte no es grato
para nadie, ni siquiera para los que viven de ella porque conlleva pena, desesperanza,
dolor. En los pueblos alrededor de la muerte hay todo un ritual que pasa de
generación en generación, de boca en boca, de difunto en difunto. El saber
hacer, el saber estar, cómo velar, llorar... y al final enterrar, es todo un
ritual que ha ido evolucionando lentamente en el tiempo y ahora los tanatorios han
cambiado rápidamente esas costumbres.
Tenemos toda una vida para
prepararnos y casi siempre nos coge desprevenidos, sin avisar, sin apenas
tiempo para despedirnos. La muerte se lleva lo mejor de nosotros, y lo peor… no
hace distinción de clases ni de riquezas, nos quiere a todos por igual. Si
somos buenos en vida nos recordarán, si no lo somos nos olvidarán. A todos nos
gusta escuchar en boca de otros cumplidos a nuestros antepasados, nos hace
sentir aún si cabe más orgullosos ser hijos o nietos de.
Aparejada a la muerte está el
luto, palabra que deriva del latín luctus que significa dolor, pena. En mi
Alpujarra era riguroso, no se podía hacer nada que manifestase alegría. Por
ejemplo, salir en las fiestas estando de luto era impensable o ver la
televisión, encender la radio, ni siquiera abrir de par en par las ventanas o
puertas de las casas, apenas un poquito, para que sólo quedase una suave penumbra.
La vestimenta, de negro riguroso, de pies a cabeza (pañuelo incluido cuanto más
atrás viajamos en el tiempo), tampoco dejarse ver mucho por la calle, ya se
sabe… las habladurías y el qué dirán importaba demasiado en una sociedad tan aislada
como era aquella.
Velando
Una vez le pregunté a mi abuela
por qué no vestía de otro color que no fuera el negro, su respuesta fue: “Paco,
era una niña cuando murió mi padre, después murió mi hermano, después mi madre,
después… en 1969 tu abuelo, he pasado casi toda mi vida vistiendo de negro” y, falleció
con 92 años.
La muerte siempre ha sido un buen
negocio, ahora para los ayuntamientos y funerarias, siempre para los curas. En
1914 en Benínar por una misa se cobraba 1.60 pesetas y si era de aniversario
2.20 ptas.
El toque de la campana era siniestro, el característico “toque a muerto”. La gente al oírlo salía
de casa corriendo calle abajo o arriba, preguntándose unos a otros quién había
muerto, dirigiéndose al de la campana que seguro sabía a quién se le dedicaba
tan lúgubres toques.
Campana de la iglesia
Sobre este tema se puede escribir más pero hoy no toca, sólo os voy a
relatar cómo se hacía en Salas Altas un pueblecito de la provincia de Huesca, lo
he encontrado ilustrativo y digno de mención:
“El toque combinado de las
campanas para anunciar la muerte de un vecino se realizaba en el mismo momento
en el que se comunicaba el fallecimiento, y después, al mediodía y/o al
atardecer, tras el toque de oración, según la hora en que se hubiese producido.
Al día siguiente, lo mismo, tras los toques de oración hasta el momento del
entierro. Se iniciaba cuando el párroco iba a la casa del difunto y se
continuaba cuando se llevaba al difunto desde su casa a la iglesia y tras la
misa, durante el recorrido de la iglesia al cementerio.
Para diferenciar el sexo del
fallecido, al finalizar el toque se daban 8 campanadas si el difunto era mujer,
y 9 campanadas en el caso de que fuera hombre.
En la misa del primer
aniversario del fallecimiento, se tocaba también a muerto, llamado este toque
de “cabo de año”. Para diferenciarlo del toque “a muerto”, se suprimían las
campanadas finales, y el toque era de menor duración.
Cuando el fallecido era un niño
que no había hecho la Primera Comunión, es un toque combinado de las campanas,
más rápido que el de muerto y con una diferente combinación de las mismas. No
se tocaba en el “cabo de año”.
En Benínar (Almería) había una
cofradía llamada de las Ánimas. Una de sus funciones era enterrar con dignidad
a los pobres que no podían permitirse el lujo comprar un ataúd. Antaño, cuando
alguien fallecía se llamaba al carpintero, tomaba las medidas y le hacía la
caja a medida y sin demora, mientras tanto el difunto era adecentado, aseado, amortajado
con su mejor ropa, preparado para el comienzo del ritual. Cuando llegaba la
caja se sacaba de la cama y se le disponía con solemnidad dentro del ataúd.
Lamentos, pésames y rezos eran las palabras y frases más frecuentes dentro de
la casa, fuera, en la puerta, los hombres hablaban de cómo iba la cosecha o de
lo poco que había llovido ese año. La expresión “vamos de muerto” todavía sigue
siendo de uso común.
Caja de las ánimas
La cofradía tenía un ataúd en
propiedad en el que se velaba el cadáver, al día siguiente se llevaba al
cementerio, lo sacaban, enterraban en la tierra y la caja se guardaba en una
habitación del camposanto a la espera de próximo huésped.
Dicha caja no sólo tenía inquilinos
en la muerte sino también en vida. Siendo Francisco Sánchez alcalde de Benínar,
a tan ilustre caja le salió un pretendiente, se llamaba Juan Sánchez.
A este buen hombre le dio la manía de ir al caer la noche al cementerio, saltar la tapia, cogerla, sacarla y pasearse por las calles del pueblo tirando de ella. Una vez terminada tan ilustre peregrinación regresaba al cementerio, se metía en su interior y se echaba una siestecita.
A este buen hombre le dio la manía de ir al caer la noche al cementerio, saltar la tapia, cogerla, sacarla y pasearse por las calles del pueblo tirando de ella. Una vez terminada tan ilustre peregrinación regresaba al cementerio, se metía en su interior y se echaba una siestecita.
Dos pescadores pasaban al lado del cementerio...
Benínar era el lugar de paso de
los pescaderos que subían desde Adra hacia los pueblos de la alta Alpujarra a
vender su carga. Una madrugada dos de ellos, montados en sus burros conversaban
de forma alegre y animada, al pasar junto a la puerta del cementerio uno de
ellos le dijo al otro, “oye, pregúntale a esta gente si quiere pescado”, el
otro preguntó “¿Queréis pescado?”. Una cabeza se asomó por encima del muro del
cementerio y respondió ¿A cómo lo dais?
El pánico se apoderó de ellos,
tanto que a uno le dio un infarto y allí mismo quedó muerto, al lado del
camposanto. El otro hizo volar a la burra con tanto brío que en Benínar no se
creía que un équido pudiera correr tan rápido.
Esto es historia y así os la he contado.
© Francisco Félix Maldonado Calvache. Diciembre de 2012.
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