lunes, 21 de septiembre de 2015

Los niños expósitos de Benínar. Segunda parte

El por qué de este artículo nació hace años, a partir de la referencia a una factura anotada al margen de un libro de cuentas del ayuntamiento de Benínar. El doctor Carrión, hizo un pedido de material destinado a la realización de autopsias. Muchos años estuve intrigado por aquella anotación ya que una autopsia no se hace por muerte natural.

Esta es la historia.


“El invierno de 1871 estaba siendo muy frío y aquel tres de febrero todavía más. A pesar del helor, las chimeneas de las casas de Benínar sólo echaban humo cuando cocinaban, el resto del tiempo callaban… siempre a la espera de algún tronco de almendro con el que hacer buenas ascuas para los braseros. La madera era un lujo y no se podía quemar así porque sí, testigos mudos eran sus montes, eriales desde los tiempos de las minas.





Aquel día Paco Rodríguez despertó antes de romper el alba. Le gustaba retozar un rato en la cama sintiendo como las bolas de lana que llenaban el colchón acariciaban su cuerpo. Se durmió e imaginó que manos femeninas, de piel sedosa y cabellos rubios... “Joder qué frio” fue lo primero que dijo aquel día. Un tazón con sopas tibias de leche de cabra era su desayuno, no había tiempo de hacer fuego y calentarlas, con arrimarlo al brasero era suficiente. Esa mañana se le habían pegado las sábanas.

Paco vivía en la Plaza del pueblo, en el número cinco. Era una casa vieja, pequeña, de una planta. Él amaba esa casa, la había recibido de herencia de sus padres y rehecho con sus manos. En verano siempre compraba media arroba de yeso para arreglar la fachada y tamizaba la launa para el terrado. En agosto la blanqueaba con la cal más pura que daban aquellas tierras, siendo la que más relucía para las fiestas de San Roque en toda la plaza.

Paco tenía unos bancales cerca del molino del Cejor. No era gran cosa pero suficiente para comer con las cosechas que daban al año. El maíz, las papas y hortalizas que se criaban eran excelentes, su secreto era rellenarlos todos los años con el limo que arrastraba aquel río. Había olivos, naranjos, un peral, mandarino, manzano…

Aquella mañana aparejó su burra y puso camino al Cejor. Al llegar al río daba la impresión que el agua bajaba despacio, sumisa, casi con temor, “espero no tener que cruzarlo más abajo, está el agua como para hacer granizado de avellana” pensaba. El camino lo conocía de memoria, cada recodo, cada remanso… le gustaba fijarse en cómo el agua desplazaba las piedras, las empujaba con una fuerza que era constante y que aumentaba los días de lluvia. Con los años esas piedras pasaban de largo frente a sus bancales camino al mar.





Al llegar frente al molino de don Pedro López la burra paró, quedó inmóvil a modo de estatua como si un rayo le hubiera caído. En la orilla opuesta el agua mecía algo pequeño, con forma humana y cierto parecido al niño Jesús que había en la iglesia.
 
Paco no daba crédito a lo que veía, se metió en el agua y ésta le quemaba las piernas, su sangre se había helado por la impresión. Poco a poco se iba acercando, vio que de la barriga le salía un cordón… era un ser humano, una niña desnuda, recién nacida a la que el río le había arrebatado la vida.

La cogió y acercó a su pecho para darle calor, sus manos temblaban mientras la envolvía en la pelleja que usaba para resguardarse los días de lluvia, no se movía, sus pequeños dedos no reaccionaban ante aquel amor inesperado.

Paco corrió como nunca, sus pies escupían zancadas. Así llegó al pueblo, gritando y pidiendo auxilio en la casa de don Miguel, el médico, que sólo pudo certificar lo que Paco ya sabía.

En Benínar, el río se había cobrado algunas vidas pero nunca una tan joven. La noticia corrió como la pólvora, el pueblo se agolpaba en la puerta de la vivienda del médico. Los rumores se escuchaban sin cesar, incluso alguien recordaba haber oído la noche anterior gritos de parto que rasgaban la oscuridad. Se organizaron partidas para buscar a la madre, nada se encontró, solo el río conoce ese secreto.

El funeral fue multitudinario, había tanta gente que la misa se celebró en la plaza. Don Bernardo, el cura, desde el Reducto contaba a sus feligreses la historia de Moisés, el niño salvado de las aguas del Nilo y criado por un faraón…

El carpintero donó una pequeña caja que hizo con una puerta vieja. Fue enterrada en el cementerio de Benínar sin nombre pero rodeada del amor de un pueblo”.

Aquella niña nació el día de Nuestra Señora de la Purificación.  Purificación Expósito, así debería haberse llamado si la hubieran dejado en la puerta de alguna casa.

Saludos Benínar.

© Francisco Félix Maldonado Calvache.

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