domingo, 22 de mayo de 2016

Historia del Pinini

Mastín español
 
 
 
Hoy en día a nadie sorprende ver las antesalas de las consultas de los veterinarios llenas de perros y gatos, algún pájaro o animal exótico (refiriéndome a especies animales no autóctonas por estos lares pero sí cada vez más frecuentes).
Tampoco nos extraña ver en las estanterías de los supermercados bolsas llenas de bolitas nutritivas para nuestras mascotas. Si nos molestamos en mirar de qué están hechas, leemos que llevan ternera, minerales, vitaminas y muchas cosas más. Claro que, de la ternera no lleva ni rastro de solomillo, falda o chuletón, sino otras partes… las que no nos comemos los humanos, ¿Me entiendes?
Ahora vamos por los pueblos y ciudades paseando al perro asido con una correa extensible en la mano derecha y una bolsita de color azul en la izquierda. Y yo me pregunto ¿Por qué azul?
El azul es un color agradable, bonito, nos relaja y da tranquilidad  y coger la mierda que nuestro perrito ha dejado en el suelo no lo es, supongo que será por eso.
¿Y a qué viene todo esto?
Hace unos días en mi lugar de trabajo entró una muchacha con un perrillo en brazos en una simbiosis perfecta de besos y lametones. En su mano llevaba una receta veterinaria buscando una pócima para remediar el estreñimiento de dicho can.
“Muchacha ¿Qué come el perro?” Pregunté.
“Bolitas de pienso”. Contestó.
“Cámbiale la dieta”. Respondí.
“Es que no le gusta la pizza ni los tacos”. Respondió.
En mi memoria apareció un nombre, el Pinini.
Esta es una historia contada por mi padre y situada en Benínar a comienzos de la década de los años 40.
El Pinini era un perro de raza Mastín que tenía Manuel Fernández, de color blanco y rabo cortado. Era un perro de andares elegantes, valiente, que vivía de lo que cogía por esos mundos y como en invierno poco había que coger, se quedaba tan en los huesos que mi abuelo decía que no se desarmaba gracias al pellejo.
Con la llegada del verano empezaba la fruta, las brevas primero, albaricoques, higos…las tierras de Benínar producían fruta sin cesar y Pinini empezaba a engordar. Al terminar el verano el perro tenía un lomo de dos cuartas, se convertía en un perro poderoso, majestuoso y soberbio sabedor de su fuerza y poderío.
Pinini se acurrucaba en la puerta de su casa, al lado de la ermita y no había perro que pasara por delante de ella, en verano, porque en invierno debido a su extrema delgadez se escondía ya que hasta los más pequeños le pegaban.
El único perro que le plantaba cara en el cénit de su poderío era el que tenía Manuel Martín, se llamaba León, era grande y lanudo. La competencia por la supremacía perruna en Benínar era constante, el verano era del Pinini, en invierno del León.
Manuel Fernández todas mañanas preparaba una burra negra que tenía, su bolsa con la comida y se iba al Cortijo del Meloncillo a trabajarlo, era salir de la casa y el perro se hacía su sombra.  Al caer la tarde y regresar a Benínar, Pinini se enroscaba en la puerta de la casa de su amo y dormitaba con un ojo medio abierto, siempre en alerta. 
No había expresión más beninera que aquella que decía “¿Pero tú que te crees… que aquí atamos a los perros con longaniza?”.
Saludos.
Francisco Félix Maldonado Calvache.



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